A veces vamos por la vida corriendo y aún así llegamos tarde. Tengo esa sensación de demora desde que comencé a recopilar imágenes, cartas y otros documentos de mis antepasados. Cada vez que identifico alguno manchado, recortado o sencillamente, perdido, lamento no haber iniciado antes.
Hace poco caí en la cuenta de que tenía extraviada una foto en la que estoy con mis abuelos paternos. La hicieron en mi primer cumpleaños y es la única en la que aparecemos los tres. De él tengo recuerdos, pero de mi abuela no, cuando murió yo ni siquiera había cumplido los dos años, así que ese retrato pasó a ser mi única evidencia de que habíamos compartido tiempo y espacio.
La foto se me grabó en la memoria, la visualicé cada vez que me hablaron de Eugenia Mariana. Mi familia se encargó de que la conociera y sumara algo de personalidad al ser humano estampado en aquella postal de cinco pulgadas de alto por siete de ancho. Por lo que me contaron, la recuerdo como una mujer presumida, con una especial relación con el tiempo y una envidiable naturalidad para aparentar menos edad de la que tenía.
Buscando el retrato de mi abuela, descubrí detalles que no había escuchado antes. Supe que tuvo un carácter recio y que su matrimonio con mi abuelo no fue un lecho de rosas. Ella había nacido en un pueblito de Matanzas llamado San José de los Ramos y recién comenzaba a descubrir La Habana cuando se conocieron. Él, cinco años mayor, venía de una familia católica de origen español, asentada en El Vedado habanero desde principios de la década del 30. Las diferencias se podían tocar.

Después de que nacieron mis tías, dos niñas rubias y hermosas, la pareja de enamorados se propuso buscar uno más. Mi papá fue recibido como un regalo por ambos, pero especialmente por ella. Primero porque era varón y luego porque fue el único que heredó su pelo y color de piel en medio de una familia blanquísima.
Por las imágenes que he ido encontrando, ahora conozco a la Eugenia Mariana que parecía una estrella de cine, a la madre amorosa recién estrenada y la cuidadora… Esas facetas, sumadas al retrato de mi niñez, son apenas flashazos a un universo de encanto y misterio que nos sigue acompañando.

Mi abuela murió el 7 de agosto de 1989 en un acontecimiento que impactó la vida de sus descendientes, sobre todo la de mi papá, que fue el que más convivió con ella. Todas las versiones del hecho que me han contado coinciden en que horas antes de la tragedia estaba resplandeciente. Llevaba un vestido de tela fina y suave, estampado a colores, las uñas arregladas y el pelo negro azabache.
En la misma fecha, pero treinta y cinco años atrás, había asistido a la notaría ubicada en el número 410 de la calle Paseo para formalizar su matrimonio con mi abuelo.
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